Este fin de semana largo me fui a
Madrid. Nueve horas en tren para finalmente aterrizar en la capital española después de 11 años sin visitarla. Casi la había olvidado por completo. Poco y nada me acordaba de Cibeles, de Plaza Colón o de la Puerta del Sol. Así es que con mochila al hombro me embarqué al centro de la península y por 4 días caminé Madrid día y noche, sin parar.
Se me había olvidado lo bonita que es esa ciudad, sus edificios, sus calles, la vida que tiene, su gente, la comida, los parques, los monumentos. Todo. Caminaba y me maravillaba. Estaba deslumbrada mientras me comía un bocadillo de
jamón serrano con queso manchego, uf, qué placer!
Lo cierto es que una noche, a eso de las 2 de la mañana, esperando subirme a un bus en la Moncloa me senté en un bar y pedí un bocadillo de patatas (el clásico baguette con una tortilla de papas en el medio) y una clarita (el símil del
fanshop pero con fanta limón). Mientras disfrutaba de mi merienda nocturna miré hacia una pared y me encontré con un cartel que decía "Las mejores y exquisitas empanadas chilenas". Me reí sola, mientras miraba mi bocadillo y pensaba en cómo no había leído ese cartel minutos antes. Pero pensé que nunca es tarde y siempre queda un espacio para probar una empanada chilena en el centro de Madrid, así es que le pedí al mozo que me calentara una para comerla. "¿Quién las hace?", le pregunté; "Un chileno que lleva 30 años en España", me respondió el hombre quien me miraba con cara de extrañeza. Seguro no muchos deben pedir una empanada chilena, ni menos a las 2 de la madrugada. Pero da igual tío... no podía perder esa oportunidad.
Mientras la saboreaba me acordé de una vez que estaba en un pueblo llamado
Ochagavía (no es coincidencia) que queda escondido entre los Pirineos, en Navarra, cuando junto a un grupo de amigos "locales" entramos a un bar (sólo hay dos en el lugar) y mientras pensábamos qué pedir para tomar miro la oferta de licores que tenía y me encuentro, con emoción, que al fondo se escondía una botella negra con forma de Moai. "Qué hace eso ahí", grité casi enloquecida. “No sabemos qué es ni cómo se toma”, me dice el
barman con cara de asustado con mi reacción. “Es pisco chileno”, le dije. “¿Pis qué?”, me preguntó. “Pisco, y uno de los mejores”, asentí. Fue entonces cuando le expliqué cómo se tomaba y se preparaba una piscola o un pisco sour, hasta ese momento desconocido para todos los que ahí estaban. Y así comenzamos a tomarlo.
En dos horas los 4 españoles con los que estaba nos habíamos bajado el Moai con sendos vasos de piscola y pisco sour (servidos en vaso largo). En dos horas mis amigos estaban completamente borrachos y absolutamente felices de haber conocido lo que es tomar un buen pisco chileno de 40 grados, mientras me decían entre risas "pero joder tía que esto es fuertísimo..."
Sin duda que es increíble cuando estás lejos de tu país por muchos años y te encuentras con estos "souvenirs" en los lugares que menos piensas... porque hasta tienen un gusto especial.