Estar de visita siempre es extraño, a veces incómodo, a veces interesante y divertido. Pero si hay algo que nunca había experimentado en mi vida era estar de visita en mi propio país. Algo que en una primera impresión me pareció aún más raro, no incómodo y sí algo divertido.
Estás y no estás. Miras Santiago y comparas. Te das cuenta que sólo eres una turista más que se detiene en esas cosas que sólo los visitantes hacen. Las nuevas autopistas, los edificios altos y modernos, el pavimento, el smog, la gente, los nuevos buses, en fin mil cosas. Y son mil estímulos. Y quieres llenarte de todos y cada uno de ellos. Quieres estar con todos y el tiempo no alcanza.
Y todos te miran y te dicen "estás igual", y al final cuentas mucho y también nada de esos casi año y medio en Barcelona. Y la distancia y el tiempo se funden y pareciera que fue ayer que estuve aquí, en mi casa, con mi familia, con mis amigos, disfrutando de una mechada palta y una borgoña en el Liguria o de una buena conversa con los de siempre hasta las tantas.
Valparaíso, Viña, La Quinta Vergara, Los Andes, Rupanco, Santiago. Lugares todos que hasta el momento han tenido un gusto muy especial, sensaciones de alegría, pena y mucha nostalgia. Y seguro que es justamente ese cúmulo de emociones las que me tienen hoy escribiendo este post cuando ya los días en Chilito empiezan a contarse con los dedos de la mano.
Aquí es marzo y allá también, pero aquí el año comienza, el verano se despide y el caos aparece en las calles de Santiago; allá en cambio, el año continúa, el invierno da paso a la primavera y los días empiezan a descontarse para comenzar pronto las vacaciones de "verano". Seguro que llegaré en el mejor momento y regresaré a Chile -quizás- justamente cuando el invierno esté dando paso al verano y sólo se piense en las vacaciones, pero esta vez en enero y febrero.
